Hominis Oblitus es el título madurado y poliédrico para una instalación honda, implicada.
En la obra pictórica de Enrique Martínez hay mucho de juego intelectual. Ofrece al receptor cuadros con una sucesión de tonos amables más que la alborada. Rojos cadmios, azules ultramar, amarillos narcisos y verdes del mejor abril actúan como un bálsamo órfico para miradas que se arriman a unos cuadros que hay que ver cerca, muy de cerca. Las escenas que refleja son también amables: cenas burguesas, bailes de salón, lugares amenos o secuencias circenses, aunque su interés no sea el de pintar ágapes ortodoxos, pasos al compás, locus amoenus o números de circo. Tras mesas, partituras, prados y carpas se muestran de soslayo las claves que sirven para entender el sentido último de cada uno de los cuadros.
Enrique Martínez pinta sobre el olvido del hombre: una amnesia impuesta que actúa como lenitivo en una sociedad plagada de banalidades; para ello recurre al recuerdo, que adquiere en su obra el valor etimológico que supo darle su parónimo Jorge Manrique. El autor propone que recuerden las almas dormidas, que aviven el seso y despierten de la forma más efectiva: azuzándolas. Para ello requiere la participación activa del espectador, que debe abandonar la recepción desde indiferentes comodidades al uso.
Los trazos curvos casi postimpresionistas, los colores vivos, los mitos, los pasajes bíblicos, los trampantojos, las escenas cotidianas son máscaras con las que el pintor compone unos lienzos que tienen mucho de teatrales. Abundan las tablas, los telones, las bambalinas, los puntos de fuga, la metapintura, los autorretratos, los cuadros dentro del cuadro formando perspectivas utópicas y todo un catálogo de filias y fobias que plantea el autor en lienzos que tienen mucho de teoría ética y estética. Metafóricos antifaces pueblan toda su obra. Ocultan y velan, deforman visiones que contemplamos desde el otro costado en reveses imposibles, lámparas reflectantes o simplemente, en el fondo del vaso. La esencia aparece siempre centrada pero oculta de tanto verla y apenas intangibles surcos volátiles nos encaminan a ella. El artista plantea los escenarios, sitúa a los personajes, crea ilusiones ópticas e invita al espectador a adentrarse en el cuadro, a descorrer velos apenas visibles entre marcos, telones, cuadros y cortinas. Es entonces cuando el seso se aviva y vemos que hay algo más detrás de las mesas, las partituras, los prados o las carpas. Es entonces cuando se desvela la intención social de una pintura que tiene en la amabilidad de las formas el verdadero disfraz que encubre los contenidos que verdaderamente importan.
El autor nos invita a pasar, a ver, pero también a leer. Cada cuadro se empareja con un texto que no es cartela ni écfrasis al uso, sino un texto poético cuya lectura también ayuda a que las almas dormidas aviven el seso y despierten; un texto donde la palabra se convierte en instrumento tan eficaz como las líneas y los colores para que el receptor se extrañe, conozca y se reconozca. Para que no caigamos en la dulce tentación del olvido.
José Juan Yborra
Comisario
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