El disfrute del arte es muy variado y tiene múltiples matices, seguramente tantos como personas que se enfrentan a una pieza cualquiera. A veces, apetece sumergirnos en una obra que te lleve a profundas reflexiones y cavilaciones, a hacerte preguntas y tratar de encontrar respuestas, y, otras, basta con ver un trabajo bien planteado, ejecutado y resuelto para que ese disfrute llegue en toda su plenitud.
Con el dibujo de Iván Ruso me pasa justamente eso. No necesito rebuscar en su factura una trascendencia que no tiene y que, a buen seguro, el autor tampoco persigue. No preciso entender que detrás de esos trazos de grafito se encuentra la respuesta a quiénes somos y de dónde venimos. Simplemente con la mera contemplación de sus dibujos -y sin saber muy bien por qué- experimento el mismo placer que tendría si estuviera frente a otro trabajo de motivaciones y raíces más sesudas.
Lo que hace Iván es dibujo, puro dibujo, quizás en su máxima expresión. El trazo, la combinación de esos blancos inmaculados con esos negros rotundos, que pugnan con una gama de grises por dominar el resultado final, son elementos básicos, y a la vez fundamentales, para disfrutar dejándonos llevar por lo que tenemos ante nosotros. No hay más. Grafito y papel. Blancos limpios, negros poderosos y unos grises bien repartidos. Ya está, no hace falta más para conseguir que una pieza pequeña de papel nos mueva por dentro con la misma fuerza que lo hace un dibujo bien ejecutado.
Y es que, en el fondo, Iván Ruso no es sino un poderoso traductor de imágenes icónicas. Un traductor que elige imágenes, conocidísimas algunas, de personas y personajes a las que admira -músicos, cantantes, actores y actrices, escritores...- que hemos visto anteriormente en formato fotográfico en multitud de ocasiones y que ahora, por el arte y la magia del lápiz de Ruso, las vemos traducidas al dibujo que nos ocupa. Y no es lo mismo. Siempre he defendido que por muy real o muy fotográfica que pueda ser una obra de arte -un dibujo, una pintura...-, comunica de manera diferente a como lo hace la fotografía en la que se ha basado el trabajo artístico. Podemos haber visto muchas veces las fotografías de Marty Feldman, Keith Richards, Morgan Freeman, Sid y Nancy o el mismísimo Frankenstein que Iván ha utilizado como referencias para hacer sus dibujos, pero, reconozcámoslo, al verlos ahora dibujados de esta manera las sensaciones experimentadas son diferentes.
Como decía anteriormente, no necesito más del trabajo impecable de Iván Ruso. Con lo que hace, con sus rostros de grafito, me doy por satisfecho. Me queda, eso sí, la duda de hasta dónde podría llegar el artista si se lanzase a ejecutar obras más basadas en reflexiones personales, en un análisis del mundo que le rodea, en preguntas sin respuestas aparentes, en definitiva, en las cuestiones eternas que habitan en las obras de arte. Seguramente, si eso ocurriera, estaríamos frente a un artista enorme, pleno, que nos sorprendería a todos y todas. Aún más.
Paco Mármol
Comisario
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