Damián Flores: de Madrid a Buenos Aires pasando por Nueva York, con Galdós de pasajero
Desde sus comienzos artísticos madrileños en los ya lejanos días de las galerías Caballo de Troya y Seiquer, la obra de Damián Flores, siempre incluida en la figuración más contemporánea, muestra un itinerario cuya cartografía se realiza a la luz de la literatura y de la arquitectura, de las letras y de las formas. Es una poética artística que ha desplegado desde hace más de dos décadas mediante un ejercicio de memoria, de investigación y de construcción de un universo histórico y literario. Un mundo personal que tiene varios referentes y como escenario esencial a las ciudades, unos espacios que son el escenario del siglo XX y que están vistos con una mirada más literaria que documental que confirma la idea azoriniana de que un pormenor expresa el todo. Y es que Damián Flores tiene la convicción de que el ambiente es la esencia de la ciudad, el escenario real de la arquitectura que tanto le ha influido, pero también el lugar en el que se desarrollan la literatura y el arte, es decir, la vida. Unos convencimientos que se reflejan en su pintura en la que la narración es más importante que la representación.
Es habitual insistir en que en el universo artístico de Damián Flores, junto a una labor de documentación preparatoria, se percibe una destacada presencia del cine y de la literatura, de lecturas sucesivas que le permiten reconstruir entornos narrativos y personales de un amplio grupo de escritores admirados --algunos un tanto secretos con los que realiza una labor de rescatador de raros, retratos incluidos--, llevando a cabo un ejercicio creativo que también tiene mucho de literario, de relato, de traslado de lo narrativo a lo pictórico. Es lo que revelan sus trabajos dedicados a la interpretación del mundo de Patrick Modiano, de Ramón Gómez de la Serna y, más recientemente, a los escritores europeos de entreguerras, todas ellas unas exposiciones en las que confluyen el arte y la literatura. Y es que en Damián Flores hay una doble militancia, la de lector-espectador y la de artista, que conforma su mirada y determina su obra. Una confluencia que se refleja en otra vertiente de su pintura como son los retratos dedicados a modo de homenaje a los escritores pero también a los fotógrafos, arquitectos y directores de cine que pueblan su imaginario esencial. Todos ellos forman una larga y destacada nómina de personajes, siempre situados en contextos reveladores y sugerentes de la actividad y del entorno especifico del retratado.
Su itinerario personal, de cosmopolita castizo a lo Ramón Gómez de la Serna, se extiende por La Habana caribeña y vanguardista; por la Galicia mágica y moderna de Álvaro Cunqueiro y del portugués Álvaro Siza, a la que también lleva a Giorgio De Chirico; por el Gijón de Julián Ayesta y la arquitectura racionalista y art decó, de la que recupera insospechados rincones; por la Barcelona de la periferia y las estaciones de ferrocarril, este un espacio esencial en el artista; por el Bilbao moderno de entreguerras y su ría de bosques de grúas y chimeneas, espléndidamente pintadas; por la pessoiana Lisboa; por la académica Italia, donde se acerca a los metafísicos bien vía Roma o Florencia; por el morandiano Nueva York; por el París modianesco de colaboracionistas y traficantes en los años negros de la Ocupación y la posguerra o por el Buenos Aires de su Roberto Artl y del magnífico Kavanagh, su Capitol austral. Pero sobre todos estos lugares destaca Madrid, el Madrid “plateado” y racionalista del Arte Nuevo que habría de desaparecer en 1936 a golpe de “quince y medio”, o el Madrid del fotógrafo Catalá Roca de los cincuenta y sesenta, una ciudad de la que Damián Flores se ha convertido en interprete y a la que ha convertido en referente de su pintura.
Todo ello lo ha pintado Flores con un lenguaje en el que muchos han visto atmósferas y trazas hopperianas, que las hay, como también hay elementos metafísicos, italianizantes --arquitecturas de Chirico, algo de Sironi en pincelada más fina pero con idénticos paisajes deshabitados--, que hablan de soledades, de sombras, de espacios de luz imposible y arcadas misteriosas, de personajes que han estado o han sido, de urbes en las que hay un relato. Unos referentes que se mantienen a lo largo del tiempo, adecuándose a la evolución del trazo y que comparten en diferente proporción los artistas de la generación de neofigurativos que ha estudiado recientemente Paco de la Torre, a la que pertenecen tanto Damián Flores como el propio crítico, y de la que Juan Manuel Bonet fue oportuno mentor.
De todo ello hay en esta amplia y variada muestra presentada por la Diputación de Cádiz que hemos titulado Itinerario Damián Flores: arquitecturas, literatura, retratos, que propone un recorrido por la obra y la poética del artista. Son trabajos reunidos de acuerdo con el criterio de ilustrar cada uno de los apartados en los que se divide su actividad artística, que a su vez forman un todo en el que aparecen como elementos constantes la ciudad y la literatura expresados por medio de la arquitectura, de los retratos de escritores y arquitectos, y de las referencias a su obra y a su entorno. Unos apartados que sin embargo comparten una poética común, la misma que lleva de las calles solitarias o de las arquitecturas fantásticas al entorno ramoniano o al París más modianesco.
Organizada en las tres secciones que señala el título, aunque dos de ellas –retratos y literatura-- se combinan, para el desarrollo de la exposición se ha acudido a un criterio cronológico de lo representado, lo que apoya la idea de recorrido que la impulsa. No es de extrañar entonces que el apartado dedicado a literatura y retratos se inicie con el de Benito Pérez Galdós y el perfil del Madrid decimonónico al fondo y finalice con otro, moderno e interesante, del escritor y diplomático Julián Ayesta, autor del maravilloso y lírico Helena o el mar del verano. Entre ambos se encuentran las piezas dedicadas a arquitectos como el magnífico retrato de Le Corbusier o los dibujos de escritores que vivieron en la Europa de entreguerras como el lisboeta Fernado Pessoa, un Maiakovski ante el tren blindado, el español Corpus Barga en el Paris de la défaite o Luis Cernuda en su exilio londinense. Luego está el grupo de obras dedicadas a Ramón, unas de las debilidades literarias del artista, que se atreve incluso con asuntos tan complejos como el que recoge en el lienzo del Rastro durante la guerra Civil, en el que aparecen los objetos del despacho del escritor que acabaron en los baratillos como su famosa muñeca, mezclando paisaje de extrarradio y naturalezas muertas. Imposible también no citar las obras centradas en el oscuro y peligroso París de los años negros de la Ocupación, o en el Buenos Aires del triste exilio ramoniano, en el que recoge la melancolía del escritor, solitario entre la muchedumbre.
La sección dedicada a las arquitecturas sorprende por su amplitud y coherencia: en ella todo es metafísica en mayor o menor medida, geometría—cuanto más formal mejor-- y sobre todo ciudad, mundo urbano. Hay en estas obras rincones decó --como un magnifico portal nocturno o el granviario cine Velussia, el Azul de nuestra infancia-- y no lugares como la torre del reloj que evoca a Pierre Le-Tan, el dibujante y portadista de Patrick Modiano también entregado a las soledades urbanas y al misterio de las ventanas encendidas. La misma inquietud que revela Damián Flores en el torreón de Ramón. Hay soledades de periferia como las de la magnífica y sironiana fábrica madrileña, tan característica de su extrarradio, o las del suburbio del Poblenou barcelonés; hay racionalismo bilbaino y gaditano, como el mercado de Algeciras obra de Manuel Sánchez Arcas; madrileño, como el modernísimo garaje Seida o la audaz central térmica de la Ciudad Universitaria, y neoyorquino, en forma de rascacielos. Y hay también construcciones contemporáneas, muchas, como el bosque de columnas de la estación de autobuses de Córdoba, obra de César Portela, a quien tanto admira el artista, la casa Venturi o el deposito de Fedala. Como remate de este apartado se han incluido las obras dedicadas a las sorprendentes arquitecturas fingidas, las maquetas imposibles colocadas en paisajes que revelan el interés de Damián Flores por las formas, por las construcciones, así como su formación clásica, al tiempo que confirman la importancia de la Naturaleza en la obra del artista criado en el cordobés Belalcázar de Corpus Barga. Unas piezas que, junto a su versión escultórica, reclaman una exposición propia.
Como se ve, son muchas las obras reunidas en esta muestra gaditana que tiene un discurso propio y que sin pretender ser una exposición antológica, aunque tenga mucho de ello, supone un aproximación al complejo universo de un artista culto en el que destacan tres planetas: arquitecturas, literatura, retratos.
Fernando Castillo
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