Carlos Canal: Archivo Sombra

Carlos Canal: Archivo Sombra

Convivimos con tantas fotografías en nuestras vidas que se nos hace difícil pensar en un mundo en el que no hayan estado presentes. Hace poco leí un estudio en el que un reconocido antropólogo demostraba como una persona en la actualidad suele interactuar en un solo día con más imágenes que una persona del siglo XVI en toda una vida. A esto hay que añadir que hoy en día  la misma persona se convierte en hacedora de buena parte de las imágenes que consume  pues desde que se levanta hasta que se acuesta vive pegada a una cámara fotográfica que se ha convertido en una especie de prótesis del propio cuerpo. Y todo esto es muy reciente. La avalancha de imágenes llegó a nosotros paulatinamente desde que a mediados del siglo XIX aparece la fotografía y se difunde por todo occidente frenéticamente y se convierte en una perfecta aliada en una forma de vida basada en la ampliación de nuestro espectro cognitivo, el consumo de todo tipo de cosas y experiencias.

La irrupción de la fotografía va ligada a demasiadas cosas, algunas difíciles  de precisar, pero ante todo no es un invento casual sino el efecto de una necesidad social.  Cambia la percepción de sí mismo del ser humano individual como habitante errante de un tiempo y un espacio. La imagen fija de cualquier cosa, pero sobre todo la imagen del propio ser humano, despierta en la mente unos engranajes nuevos, hace que este espejo fijo del tiempo resitue la existencia dentro del universo, le ofrezca una nueva dimensión sobre su efímera existencia y la valoración de la misma. Todos ante la cámara, bajo la luz, demostrando la fisicidad de todo como la única certeza posible, lo demás poesía.

Y es que la irrupción y desarrollo frenético del invento de la fotografía no solo hizo estallar todas la ideas en relación a la historia de la representación humana sino que además puso patas arriba los conceptos de la Historia del Arte y sobre todo dejó al ser humano ante la arrogancia y verdad de un espejo estático y objetivo en relación a la huella de la luz. Acorraló a Dios incluso, acercando al ser humano hacia un estadio nuevo, amplio y fascinante en su exploración.

Muchos fueron los pensadores que se apresuraron a sacar teorías para contar o justificar el nuevo invento, muchos los que lo vilipendiaron, tantos como los que lo adoraron; muchos lo entendieron como el final de una etapa de la humanidad, como un nuevo estadio o umbral por el que deambularía la civilización humana. Ahora ya existía un acta definitiva del presente, un acta fidedigna y radical de un instante y un tiempo concreto a través de una lente. Ante la magia de la fotografía se arremolinaron todo tipo de personas que intentaban desarrollar diferentes líneas por la que el invento debería transcurrir, principalmente pintores de retratos que abandonaban sus pinceles y se decantaban por la eficiencia de este invento; en segundo lugar los cuerpos de seguridad de los poderes fácticos que empezaron a identificar a todo el mundo, sin olvidar a los científicos de todo tipo que empezaron a investigar a través de observaciones forzadas o a difundir sus inventos gracias a las imágenes ahora más cercanas a la objetividad. Junto a todos ellos no faltaron los charlatanes que empezaron a buscar fotografiar los pensamientos, lo invisible hasta la fecha, desde ectoplasmas a fantasmas, pero también surgieron filósofos que veían en este invento el inicio de una nueva mente o, incluso, una ampliación de la misma para toda la humanidad.

Es en París más que en ningún lugar del mundo donde el invento se desarrolla y toma una dimensión que adelanta ya desde aquellos inicios lo que sería un futuro de una humanidad yonqui de imágenes. Es París donde diferentes químicos, físicos ópticos, comerciantes, brujos, artistas y filósofos ven en este invento el hueco por el que trascender el propio presente y avanzar hacia espacios antes ni imaginados. Es Paris el lugar donde un teórico humanista formado a través de los preceptos de la corriente espiritualista, antimaterialista y voluntarista de Maine de Biran (1776-1824), se obsesiona con el invento fotográfico de tal manera que sin miedo empieza a lanzar unas ideas posiblemente demasiado avanzadas para ser digeridas en aquel siglo XIX. Jacques Lamartine (1831- 1873), familiar lejano del famoso escritor y político Alphonse de Lamartine (1790-1869), Se trata de  un pensador francés tan valiente y utópico como desconocido, una ser borrado de la historia oficial que sin embargo se aventuró a lanzar teorías a un mundo que veía como producía y consumía imágenes de una manera exponencial, un mundo que ya no se conformaba con la experiencia vívida y recurría a ampliar el espacio de la memoria con las imágenes de todo tipo que acumulaba. Lamartine se obsesionó con el espacio que las imágenes fijas ocupaban dentro de la mente humana; era algo nuevo, de hecho en aquellos momentos ya se iniciaba una revolución industrial a través de la cual todo portaba imágenes con las que conocer, invadir, vender y comprar todo en el mundo. Una época en la que cualquiera podía ya tener su propio icono fijo en una placa de plata o en un papel, algo que hasta ahora era un privilegio de una parte ínfima de la población. En sus teorías, predice lo que luego serían  los archivos modernos, incluso ese “mal de archivo” de Derrida, incluso no es aventurado decir que en sus hipótesis podemos intuir lo que hoy es internet. Borges, que le  dedica uno de sus mejores cuentos, Los espejos en espiral, lo explica mejor que nadie al considéralo el gran profeta del triunfo de la imagen sobre la realidad, el gran padre de la nueva Biblioteca de Babel que ahora ya sería una fototeca, un inmenso archivo mental y sobre todo el artífice de teorías que se escapan a los preceptos científicos de su tiempo, teoría, al fin y al cabo, aún inasibles para la ciencia actual. Decía Lamartine, en palabras de Borges, que  las imágenes fijas, en especial las fotografías, se acumulan en la mente dejando una especie de poso que prevalece dentro de nosotros llegando a configurar una segunda memoria, una especie de lugar nuevo en nuestro cerebro algo que reside cerca de lo que abiertamente se atreve llamar como alma yo  “le aliene vector”, el aliento vector. Borges, al descubrir a Lamatine se fascina por la idea del francés de que con el nuevo mundo de las imágenes, nace un nuevo ser contemporáneo que evoluciona mucho más allá de lo que lo hizo con la creación de la imprenta, un ser repleto de espejismos y fantasmagorías que augura devendrán en un nuevo y radical comportamiento social. Para Lamartine entramos en nueva fase en la que nuestra percepción se amplía gracias a la fotografía, una percepción nueva repleta de luces y sombras que deberán ya formar parte de un comportamiento diferente y, sobre todo, una nueva concepción de nuestra identidad como ciudadanos.

Han pasado siglo y medio desde que el joven Lamartine escribiera sus locas teorías de la imagen y recurro a él para hablar de un artista que bien podría ser un ejemplo claro de todo lo que predijo. Estamos ahora ante una vida que es atravesada completamente en cada una de sus facetas por la imagen, una vida que se vive a través de fotografías que se multiplican y acumulan en el tiempo, de proyectos de todo tipo en los que se suman percepciones que se van sumando en un espacio que trasciende incluso a la propia vida. Estudiar a Carlos Canal (Grajal de Campos, León, 1954) como artista es algo incómodo, no sólo por su profesión que es la de médico, sino por su absoluta forma anárquica de trabajar en la que no hay un método concreto aunque si una verdadera fe y vocación de entender que la fotografía es mucho más que una huella de luz fijada a un soporte. Si repasamos su carrera nos podemos encontrar todo tipo de comportamientos en relación a la imagen, desde la fotografía que sana -esa que ha sido capaz de introducir activamente en su trabajo de una manera valiente y efectiva-, a la imagen que ama -la que dialoga en su vida a través de mirar y reflejar a las personas de su entorno- sin olvidar la imagen que piensa -la que es fruto de tantos experimentos como ha llevado a cabo de su vida.

Estamos ante el penúltimo capítulo de su insaciable experimentación y para ello no hay nada más efectivo que el ejercicio de compilación y selección que ha llevado a cabo con tanto acumulado, un trabajo que personalmente inicié con él hace más de diez años y que partía escrutar en tanto como hay olvidado, tanto como ha quedado apartado, eso que reclama por fin salir a la luz después de estar constreñido a un pequeño negativo escondido. Un ejercicio sin duda valiente en el que todo lo que ha sido hasta el momento se unifica y genera un espacio propio nuevo, un espacio que bien podría ser el de esa memoria moderna pegada al alma de la que hablaba ese loco filósofo francés borgiano, esa memoria paralela con la que como seres contemporáneos debemos saber convivir. ¿Qué hay de uno mismo en las imágenes que uno genera? ¿Qué parte de nosotros esconden?  ¿Qué hace que ante una casa en llamas sea lo primero y lo único rescatemos? Materia oscura, generada en las vivencias, en los días y noches vividos, en un tiempo que ya se ha escurrido definitivamente y que hoy se nos presenta como el más sincero retrato que uno puede generar de sí mismo. Sobre esas gelatinas restos de químicos matrices de momentos pasados que hoy se nos revelan como el elixir de toda una vida, imágenes que aún somos capaces de modelar a nuestro antojo en la construcción de un yo que dé sentido a nuestra existencia. Posiblemente no estaba tan loco ese filósofo francés y la prueba está en esta muestra, en este ejercicio definitivo que Carlos Canal ofrece sobre sí mismo.

En esta exposición solo vamos a encontrarnos con dos obras, dos inmensas obras construidas a lo lardo de cincuenta años de observación, de contemplación, de fijación en el mundo que nos rodea y el mundo que somos. Una primera obra etérea que elude la pared y se muestra en el aire. Grandes imágenes que penden del techo y que positivadas ahora en grandes papeles de arroz japoneses nos envuelven mostrándonos estructuras, formas abstractas, como queriendo trascender lo concreto y tratando de situarnos en un espacio irreal que no es otro que el de los elementos primarios, donde la luz vive a través de su propia danza. Estamos ante la percepción de lo que no se puede contar, de las formas que nos trasladan a lo esencial que reside en cada una de las imágenes. Un bosque volátil que no requiere del espectador mucho más que su tránsito, su paseo, una experiencia que prepara para llegar a la segunda obra, la definitiva, la que a modo de gran retablo se ofrece en una sola pared. Una obra absoluta y definitiva en la que Carlos Canal se ofrece en todos sus matices, una obra que son muchas pero que aquí es un todo. El espectador está invitado a construir por sí mismo su propia lectura y mirar libremente los diferentes ámbitos del alma del autor, pues aquí, de una forma aleatoria está todo lo que él es. “Es una radiografía del alma” diría posiblemente Jacques Lamartine, es el claro ejemplo de que somos entes diferentes desde que hemos optado por ser no solo personas sino ser también imágenes.

Dormidas en negativos antiguos, acumuladas durante años y años, aquí aguardaban estos retazos de lo que una ha ido mirando y siendo durante toda una vida. Estamos ante el Archivo Sombra que no es otra cosa que el propio autor abierto en alma que se nos ofrece valiente y sin pudor alguno. No hay nada que contar en este mosaico cada tesela es una parte pero también es un todo. Sombras escondidas en el tiempo que ahora reclaman con esta presencia un lugar que las acerque a la vida que un día fueron.

Y la luz, la luz está en todo y hay una danza bella en la que la vida se celebra en su explosión sin fin, una luz que da sentido a todo, que nos ofrece las formas, que hace de lo inerte un espacio de contemplación, un océano de luz donde navegar con lo que somos y amamos. Una celebración de las formas, de las siluetas, de lo casual que es todo, de la belleza que reconocemos en esos rostros y sobre todo en los cuerpos, en los trazos de una nube, de un árbol, de un gesto, en la contención que hay en la forma de una cafetera, en la mirada de un hijo, en el amor del amante, en el rayo sobre el mar, en el sexo de todos los días, en la luz que enfoca esa rama, en la lluvia, en el rostro de mi madre, siempre en esa luz , en ese camino, en ese abrazo, en la piedra, en sus piernas, en la mirada que me esquiva, en la que me atraviesa, en esa mancha en el suelo, en eso que no sé que es, en la carretera, en las arrugas de la vida, en la belleza de su cráneo, en una bolsa y un avión, en un maestro que camina y en esos cuerpos que se desnudan al ducharse con esa misma luz que se abre como su sexo para explotar en la dicha de la vida, luz que todo lo invade y que ama las manos, las poses, los platos, las caracolas y todas las espirales, luz de las ciudades y del caballo que come y posa al borde en ese mar de arena y esa barca varada y destruida y los girasoles que rezan al día y el iris de sus ojos y esa luz de la persiana que recorta el cuerpo y esa noche que esconde tanto como enseña; todo el universo se comprime en un una flor, en una planta y todos somos alguien, una mancha que avanza sobre un espacio incierto.

 

Rafael Doctor Roncero
Comisario de la exposición

 

Carlos Canal
Grajal de Campos, León, 1954
Médico, fotógrafo y docente

Carlos Canal es un médico y artista visual multidisciplinar residente en Málaga que, en los últimos cuarenta años ha sido capaz de desarrollar una obra personal con alto carácter poético autobiográfico así como otro tipo de proyectos que van desde la memoria histórica hasta la sanción mediante el uso de la fotografía. En este sentido destaca su proyecto con enfermos de leucemia “Recuperar la luz”.

Con decenas de exposiciones individuales, colectivas y con varias publicaciones, su trabajo sigue en pleno desarrollo en la actualidad con un reconocimiento cada vez más amplió y una destacada labor en la docencia creativa.

Carlos Canal - Cartel

 

Sala Rivadavia
Presidente Rivadavia, 3, Cádiz
Del 17 de octubre al 13 de noviembre de 2024

Horario

Martes a viernes
De 11:00 a 13:30 h. y de 18:00 a 20:30 h.

Sábados
De 11:00 a 14:00 h.

Lunes, domingos y festivos
Cerrado 

 

 

 

Documentos:

Cuadernillo Rivadavia nº 20

Cuadernillo "Archivo Sombra", de Carlos Canal